Page 18 - Revista Brote - Abril 2016
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eratura Creativa
Agua dulce
por Julieta Capristo
La casa huele a caramelo y a lluvia.
Diecisiete minutos más tarde de la hora pautada me sobresalta el timbre,
y el mail que escribía para alivianar mi ansiedad queda suspendido.
Me acomodo el pelo, humedezco mis labios y bajo la escalera. Abro
la puerta. Sus ojos miel se me hacen un calidoscopio en movimiento,
como si no los recordara, o como si ni siquiera los conociera.
Nos acercamos con suavidad, oliéndonos, vuelve el beso que abandonamos la última
vez. Cierro la puerta sin despegarme de sus labios. Subimos a casa, bajo el cierre de
su campera y se la saco. Acaricio su nariz, llego a su escote en v, y a él se le dibuja
una sonrisa.
Nos sumergimos en la cocina, el vapor de la tarde lluviosa protagoniza el clima, las
gotas resuenan en el techo del vecino, las ventanas están empañadas, y el azúcar
empieza a derretirse en nuestra boca. Viaja por el cuello, el pecho, toca nuestros dedos.
La dulzura del flan tibio recién hecho, y un mate que se desliza de mano en mano.
El diluvio marca la velocidad de la tarde.
Suena mi teléfono, al querer atender tiro el termo de agua. Una voz del otro
lado me pide que lleguemos ambos más temprano a ese lugar que usamos de
excusa para vernos antes. Elijo mi suéter más complicado, para enredarme en él
y generar un letargo en la partida. El atardecer nos oculta de los demás bajo un
piloto impermeable que falla, que no logra disimular los cuerpos mojados.
Pasan los días, y la casa sigue oliendo a caramelo.
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Agua dulce
por Julieta Capristo
La casa huele a caramelo y a lluvia.
Diecisiete minutos más tarde de la hora pautada me sobresalta el timbre,
y el mail que escribía para alivianar mi ansiedad queda suspendido.
Me acomodo el pelo, humedezco mis labios y bajo la escalera. Abro
la puerta. Sus ojos miel se me hacen un calidoscopio en movimiento,
como si no los recordara, o como si ni siquiera los conociera.
Nos acercamos con suavidad, oliéndonos, vuelve el beso que abandonamos la última
vez. Cierro la puerta sin despegarme de sus labios. Subimos a casa, bajo el cierre de
su campera y se la saco. Acaricio su nariz, llego a su escote en v, y a él se le dibuja
una sonrisa.
Nos sumergimos en la cocina, el vapor de la tarde lluviosa protagoniza el clima, las
gotas resuenan en el techo del vecino, las ventanas están empañadas, y el azúcar
empieza a derretirse en nuestra boca. Viaja por el cuello, el pecho, toca nuestros dedos.
La dulzura del flan tibio recién hecho, y un mate que se desliza de mano en mano.
El diluvio marca la velocidad de la tarde.
Suena mi teléfono, al querer atender tiro el termo de agua. Una voz del otro
lado me pide que lleguemos ambos más temprano a ese lugar que usamos de
excusa para vernos antes. Elijo mi suéter más complicado, para enredarme en él
y generar un letargo en la partida. El atardecer nos oculta de los demás bajo un
piloto impermeable que falla, que no logra disimular los cuerpos mojados.
Pasan los días, y la casa sigue oliendo a caramelo.
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